La familia zoológica de los félidos ha seducido al Homo sapiens desde la antigüedad, desde la época de las cavernas en que, sin poder domesticarlo como al gato, sí temía al felino, lo veneraba y lo retrataba en la profundidad de las primitivas cuevas que habitaba. Eran entonces tigres dientes de sable, especie que a lo largo de los milenios evolucionó a tamaños megabestiales, hasta su desaparición, o quizá deba decirse diversificación, pues ahora está representado en la gran talla del tigre siberiano, en la majestuosidad y ferocidad del león africano, en la agilidad trepadora del leopardo y el jaguar, en la velocidad y aerodinámica del guepardo, o en la belleza de la pantera negra y el leopardo de las nieves. En la misión deprepedadora de todos ellos, sin duda.
Los felinos sedujeron al hombre primitivo como al actual. Si en Roma eran capturados para saciar la sed de circo y sangre del pueblo a cuenta del monarca, en el México antiguo se les rendía tributo, se les adoraba y sus cráneos ocupaban lugares privilegiados en las ofrendas. En su ensayo sobre los restos óseos hallados en el Templo Mayor, Ticul Álvarez y Aurelio Ocaña, del Departamento de Prehistoria del INAH, identifican ocho pumas, especie que tiene una amplia distribución en el país, tanto en las altas montañas como en los trópicos, y un ejemplar de jaguar asociado con un esqueleto de guajolote. En otra cámara hallaron huesos de gato montés, que si bien es un animal común a lo largo del territorio nacional, es más bien propio de lugares desérticos o semidesérticos.
El Nobel J. M. G. Le Clézio escribe sobre esta “civilización mágica”, la azteca, cuyos mortales estaban divididos en castas que jugaban un rol especial en el edificio social: “Debajo de los señores y los sacerdotes estaban los guerreros, elegidos de entre la nobleza e instruidos en los calmecac (colegios religiosos) y en los telpochcalli (casas de jóvenes). En la prueba de combate, los hombres debían adquirir el derecho a recibir las pintas del valor, amarillo para el cuerpo, rojo para el rostro. Los más valientes recibían las insignias de la nobleza. Podían ser, en fin, parte del cuerpo de élite que fray Bernardino de Sahagún compara con caballeros, y que llevan por nombre águilas, jaguares y ocelotes”.
Bien como deprepadora, bien como deidad, bien como insignia, la familia de los félidos no dejó de someter a su influjo a los artistas. Si los primeros hombres los temieron y los trazaron en las cavernas, los poetas modernos le dedicaron cantos, versos alejandrinos y prosas delectas. Charles Baudelaire escribió sobre el gato, “con su mirada de metal y ágata”, en dos sonetos de Las flores del mal, y Edgar Allan Poe lo transfiguró en un monstruo cuya mirada abrasa, para decirlo con Dante, en un célebre relato que cautivó al propio Baudelaire y a Julio Cortázar, quienes lo tradujeron al francés y al español en dos versiones magistrales. El narrador argentino titula “Orientación de los gatos” el cuento que abre Queremos tanto a Glenda, dedicado a Juan Soriano, en el que habla de Alana (su mujer) y Osiris (su mascota) como si fueran una: “Cuando me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la menor duplicidad. Me miran de frente, una su luz azul, otra su rayo verde (…) mujer y gato conociéndose desde planos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a rebasar”.
Borges escribe en Dreamtigers: “En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los camalotes del Paraná y de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real, que sólo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante (…) Pasó la infancia, caducaron los tigres y su pasión, pero todavía están en mis sueños. En esa napa sumergida o caótica siguen prevaleciendo”. Pero imposibilitado de “causar un tigre” en su sueño, lamenta: “¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro”. En El otro tigre, Borges canta: “desde esta casa de un remoto puerto/ de América del Sur, te sigo y sueño,/ oh, tigre de las márgenes del Ganges (…) el tigre vocativo de mi verso/ es un tigre de símbolos y sombras,/ una serie de tropos literarios/ y de memoria de la enciclopedia/ y no el tigre fatal, la aciaga joya/ que, bajo el sol o la diversa luna,/ va cumpliendo en Sumatra o Bengala/ su rutina de amor, de ocio y de muerte”. Es también este felino la obsesión de William Blake en su más célebre poema: “Tigre, tigre, que te enciendes en luz/ por los bosques de la noche/ ¿qué mano inmortal, qué ojo/ pudo idear tu terrible simetría”.
Este recorrido exprés y felinesco, incauto lector, demuestra que el tributo es antiguo, prehistórico y global. De las cavernas a Roma, del Templo Mayor a los bestiarios, del cuento a la poesía. Se dice ahora que coleccionar ejemplares de la familia de los félidos, tenerlos detrás de rejas o en cuatro paredes como mascotas, representa una patología de los capos del narcotráfico. No luce así. Algunos los pintaban o los pintan, otros los sueñan, otros los cazan y hay quienes les cantan o los imitan o los veneran. La BBC de Londres, de hecho, les dedica una exitosa serie titulada Big Cats Diary, que transmite Animal Planet. Ellos, los señores de la droga, sencillamente los pueden comprar. El influjo es el mismo.
Los felinos sedujeron al hombre primitivo como al actual. Si en Roma eran capturados para saciar la sed de circo y sangre del pueblo a cuenta del monarca, en el México antiguo se les rendía tributo, se les adoraba y sus cráneos ocupaban lugares privilegiados en las ofrendas. En su ensayo sobre los restos óseos hallados en el Templo Mayor, Ticul Álvarez y Aurelio Ocaña, del Departamento de Prehistoria del INAH, identifican ocho pumas, especie que tiene una amplia distribución en el país, tanto en las altas montañas como en los trópicos, y un ejemplar de jaguar asociado con un esqueleto de guajolote. En otra cámara hallaron huesos de gato montés, que si bien es un animal común a lo largo del territorio nacional, es más bien propio de lugares desérticos o semidesérticos.
El Nobel J. M. G. Le Clézio escribe sobre esta “civilización mágica”, la azteca, cuyos mortales estaban divididos en castas que jugaban un rol especial en el edificio social: “Debajo de los señores y los sacerdotes estaban los guerreros, elegidos de entre la nobleza e instruidos en los calmecac (colegios religiosos) y en los telpochcalli (casas de jóvenes). En la prueba de combate, los hombres debían adquirir el derecho a recibir las pintas del valor, amarillo para el cuerpo, rojo para el rostro. Los más valientes recibían las insignias de la nobleza. Podían ser, en fin, parte del cuerpo de élite que fray Bernardino de Sahagún compara con caballeros, y que llevan por nombre águilas, jaguares y ocelotes”.
Bien como deprepadora, bien como deidad, bien como insignia, la familia de los félidos no dejó de someter a su influjo a los artistas. Si los primeros hombres los temieron y los trazaron en las cavernas, los poetas modernos le dedicaron cantos, versos alejandrinos y prosas delectas. Charles Baudelaire escribió sobre el gato, “con su mirada de metal y ágata”, en dos sonetos de Las flores del mal, y Edgar Allan Poe lo transfiguró en un monstruo cuya mirada abrasa, para decirlo con Dante, en un célebre relato que cautivó al propio Baudelaire y a Julio Cortázar, quienes lo tradujeron al francés y al español en dos versiones magistrales. El narrador argentino titula “Orientación de los gatos” el cuento que abre Queremos tanto a Glenda, dedicado a Juan Soriano, en el que habla de Alana (su mujer) y Osiris (su mascota) como si fueran una: “Cuando me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la menor duplicidad. Me miran de frente, una su luz azul, otra su rayo verde (…) mujer y gato conociéndose desde planos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a rebasar”.
Borges escribe en Dreamtigers: “En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los camalotes del Paraná y de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real, que sólo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante (…) Pasó la infancia, caducaron los tigres y su pasión, pero todavía están en mis sueños. En esa napa sumergida o caótica siguen prevaleciendo”. Pero imposibilitado de “causar un tigre” en su sueño, lamenta: “¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro”. En El otro tigre, Borges canta: “desde esta casa de un remoto puerto/ de América del Sur, te sigo y sueño,/ oh, tigre de las márgenes del Ganges (…) el tigre vocativo de mi verso/ es un tigre de símbolos y sombras,/ una serie de tropos literarios/ y de memoria de la enciclopedia/ y no el tigre fatal, la aciaga joya/ que, bajo el sol o la diversa luna,/ va cumpliendo en Sumatra o Bengala/ su rutina de amor, de ocio y de muerte”. Es también este felino la obsesión de William Blake en su más célebre poema: “Tigre, tigre, que te enciendes en luz/ por los bosques de la noche/ ¿qué mano inmortal, qué ojo/ pudo idear tu terrible simetría”.
Este recorrido exprés y felinesco, incauto lector, demuestra que el tributo es antiguo, prehistórico y global. De las cavernas a Roma, del Templo Mayor a los bestiarios, del cuento a la poesía. Se dice ahora que coleccionar ejemplares de la familia de los félidos, tenerlos detrás de rejas o en cuatro paredes como mascotas, representa una patología de los capos del narcotráfico. No luce así. Algunos los pintaban o los pintan, otros los sueñan, otros los cazan y hay quienes les cantan o los imitan o los veneran. La BBC de Londres, de hecho, les dedica una exitosa serie titulada Big Cats Diary, que transmite Animal Planet. Ellos, los señores de la droga, sencillamente los pueden comprar. El influjo es el mismo.
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